El problema de intentar establecer una línea divisoria entre fantasía y realidad es que ambas son ridículas. El acto en sí de la significación decanta el estímulo en uno u otro sentido, confinando la percepción en un contexto de consenso desprovisto de criticismo alguno. Así, el detonante de toda idea procede de un mismo seno: la concepción del pensamiento como una actividad de refutación basada en paradigmas colectivos, imposibilitándose la creación de idearios reformadores y/o desvinculados del contexto socioeconómico vigente. En consecuencia, el credo de todo ser pensante dispone de sentido únicamente porque coexiste con este todo un catálogo de concepciones antagónicas que ponen a prueba la similitud de sus características con la realidad socialmente decretada, tanto general como particular. De obtener resultados notoriamente deficientes, en un afán por romantizar el acto del desmerecimiento, finalizada la comparación dicho ideario es apodado «ficción».
Otra herramienta muy habitual a la hora de reivindicar lo auténtico frente a lo falsamente tildado de irreal es el establecimiento tendencioso de un ojo crítico amparado en el pragmatismo. El llamamiento a tal doctrina filosófica, que apela a la funcionalidad de los elementos negando la distinción de «verdadero» a todo aquello que no resulte auténticamente útil o práctico introduce, asimismo, otro concepto más irrisorio si cabe: la objetividad, descendiente directo del maniqueísmo más absurdamente bidimensional. La propia consideración de que el tratamiento del estímulo y sus consecuencias pueda efectuarse en base a un binarismo tan pobre se me antoja algo, cuando menos, estrafalario. Esto es debido a que la sola creencia de que es posible concebir algo reduciéndolo a características imparciales y absolutas parece contradictoria, al superponerla a la idea inicial de que la clasificación entre fantasía y realidad, subjetividad y objetividad, unos y ceros, se realiza bajo y siempre tras el establecimiento de paradigmas socialmente consensuados, perdiéndose durante el proceso toda posibilidad de ser comprendido como algo más que otro de tantos elementos humanamente inteligibles, colectivamente tergiversados y desprovistos de sentido más allá de su contrastación con otros componentes de características propias e igualmente tergiversables. De este modo se asume, tal vez inútilmente ―no para nosotros, arduos defensores del abolicionismo de la utilidad―, que en el contexto en el que nos encontramos interpretar es deformar, en el mejor sentido de la palabra. Y así ocurre que todas las ideas se sitúan al mismo nivel, sin posibilidad de hegemonía alguna de unas sobre otras. Tan solo hay percepción e interpretación, y es en base a esto mismo que se desenvolverá uno en el mundo.
Una vez comprendida la imprudencia, si no la insensatez, que constituye tratar de establecer una barrera diferenciada entre realidad y fantasía; una vez comprendido que no existe una jerarquía de las ideas, es hora de poner a nuestra propia disposición los medios necesarios para ser capaces de confesarnos lo suficientemente libres como para deformar sin reparo alguno. No debe uno confundirse, pues esta no es tarea fácil. Se trata de un ejercicio de profunda deconstrucción ideológica que a menudo implica una ruptura con el concepto mismo de valor, entendiendo este, no como un fin a cuyo servicio hemos de postrarnos, sino como un medio de dudosa finalidad y que, sin embargo, proporciona al individuo una honda satisfacción. Esta acepción de «valor» tiene además la ventaja de que funciona a cualquier nivel que el individuo decida considerar, pues una vez se ha uno zafado de esa discriminación ideológica en que nos hallamos rutinariamente embebidos, el individuo comienza a sentirse capaz de invertir tiempo y fuerza en lo que verdaderamente considera valioso. No obstante, tan solo si se renuncia al concepto de «finalidad» tal como es conocido ―pues ya se sabe que este se encuentra íntimamente ligado a lo comúnmente considerado útil―, se logrará disfrutar plenamente de la deformación del valor en pro del disfrute por el disfrute.
«Hamlet no duda: busca la solución auténtica y no las puertas de la casa o los caminos ya hechos ―por más atajos y encrucijadas que propongan. Quiere la tangente que triza el misterio, la quinta hoja del trébol. Entre sí y no, qué infinita rosa de los vientos. Los príncipes de Dinamarca, esos halcones que eligen morirse de hambre antes de comer carne muerta.»
Más allá de lo útil y lo inútil, de lo real y lo irreal, se alza el mundo, no de las ideas, sino de los que idean. Libres de prejuicios y pragmatismos. Lejos de las productividades compulsivas y los ejércitos de realistas y objetivistas, donde el sordo estallido del verbo corrobora la palabra del Cortázar; allí no hay duda, sino búsqueda. No de realidades y ficciones, sino de transversalidad, de libertades, de emancipación, de indolencia.